Mi camino
Almario
Los frutos del hacer sin hacer
Estamos en tiempos de hacer sin hacer. Comportarnos como somos para que las cosas se vayan haciendo, solas, fáciles, sólo arrumbadas en su ondear ligero y propio.
¿No se hace la semilla árbol y el árbol fruto? Por supuesto. Nosotro sólo ayudamos desde fuera. Una vez que el agua riega el suelo donde se plantó la semilla del frutal, la intención santa que dejamos en la simiente, esa fe quedará allí impresa, la cáscara rompiéndose y el árbol creciéndose, dando raíces y tronco para luego alargar ramas, hasta que a su tiempo, de las ramas nazcan frutos. Eso es hacer sin hacer. Hacerse con el transcurso.
Aprendamos entonces a manejar los transcursos, aprendamos a ser maestros de los devenires en el vivir el presente de sus transcursos.
A la hora de cuidar los árboles frutales y recoger sus frutos, habrá dos clases de horticultores, maestros de los transcursos, cada uno de sí mismo, sin juicio a ninguno. Estarán los que aprendan a mirar crecer el árbol con paciencia, estación tras estación, leyendo un libro, tumbados sobre la hierba que alrededor crece o jugando a veces entre sus raíces, cercanos, vigilantes del fluir de esos frutos e incluso regándolos si observan que no hubo agua suficiente, dedicándoles un tiempo de cada uno de sus días; y habrá otros horticultores, los que decidan alejarse y no permanecer a la vera del árbol una vez que su tallo tiene la suficiente fuerza para no ser desenraizado, que lo dejarán al cuidado de la Naturaleza, de las lluvias y los astros, dedicados a otras labores, desapegados incluso de la tormenta que amenazó con quemar el árbol de un rayo.
Un día, el más apegado de los horticultores, más nutridor que el otro, como conocerá cada lance del árbol desde que fue una buena semilla, verá lista la hora de los frutos, sabrá cada detalle de la anatomía y hasta el número de frutos de ese árbol y lo sabroso de su jugo, y los recogerá por no dejarlos caer al suelo y se estropeen o los coman las alimañas, y su cesta repleta le parecerá el más digno de los premios a su cuidado y el justo pago a sus esfuerzos.
Mas el horticultor desapegado, el que permaneció lejos aun recordando con amor la tibieza de la tierra en la que enterró la semilla, intuirá la hora del fruto en la distancia, y aunque sabrá del riesgo de llegar tarde y que otros caminantes hayan advertido los frutos del árbol y se hallan llevado las mejores piezas, llegará a su vera y lo mirará admirado, aun conocedor como era de que la semilla contenía aquella promesa. Y como estuvo ausente, y no esperará más de lo que hubiera, se asombrará del número de frutos y de su jugoso néctar, y aunque reposen esparcidas por el suelo, al alcance de todas las manos, le parecerán el mayor de los tesoros, y tomará del suelo y las ramas los que quedaran para él, fueran cuantos fueran, los que siempre le correspondieron.