Mi camino

Almario

El virus del deseo y el amor

La pandemia es el deseo que nos domina como un viento que arranca del árbol la hoja que amarillea. Los doctores y la mayoría de científicos no pueden comprender que el virus nos atraviesa con la espada del miedo a dejar de vivir. Porque el mayor deseo del ser humano es seguir vivo. Por eso la muerte es el final del deseo y lo que más teme el ego. La muerte es el final del ego que da de comer al deseo como a un niño malcriado. Si supiéramos que, al otro lado del puente, en la otra orilla del agua, nos hallará la calma del que nada espera ni aguarda, el deseo decaería como el reino de un tirano ante el que dejan de arrodillarse sus súbditos. La muerte sería un trecho más en el camino, y la pandemia del miedo a dejar de vivir nos abandonaría sólo con sentir el arrullo de la brisa y el frescor que invade al cruzar las orillas. Sin miedo a la muerte, no hay virus, no hay pandemia que se precie que nos pueda dominar, que nos aloje un veneno de desesperanza.

Y sólo es necesario hallar una puerta en el Espíritu, sólo es necesario para vencer cualquier virus colarnos en la aventura de la verdadera vida, un brote de hierba en el desierto, un pozo de agua en un médano, un gesto de cariño de un desconocido, para saber que siempre nos aguardará un regalo que nos deje una mano invisible, una entrega que nos libra del temblor último. Allá donde acaba la mente y comienza la fe, se abre el reino del Amor, allá donde acaba el miedo y comienza el latido, se abre el reino de la Gloria que no tiene fin. Dejarse en el entregarse a la vida de la que forma parte la muerte, es dejar de dar fuerza a los virus que llevan dentro la dinamita del miedo. Dejarse en el sentir del propio sentimiento, cuando todo se paraliza, cuando el ajetreo del mundo se da un descanso es hallar en el interior de cada uno su propio templo, es darle al corazón la oportunidad de hablar a través del cuerpo y a través del alma como si ambos fueran uno solo. Porque solo en el silencio de todo lo que quisimos hacer, de todo lo que queremos hacer, de todo lo que haremos, cabe el Amor en toda su corriente de frescura y tacto vivificante.

Diremos entonces, quizá, que nos hemos encontrado amándonos en ese que se sabe sólo parte y todo, principio y final, abrir y cerrar de ojos. Que nos hemos encontrado aceptándonos separación y fusión, miedo y amor sin separarnos siquiera un punto de la misma línea. Y allá estamos, ajenos a las noticias que nos infectan, a los botes salvavidas que desde cualquier faro nos lanzan en forma de manuales espirituales de urgente ayuda, a toda la emoción que surge desbordada y que toma forma de alimento que va a parar al gaznate de ese pirata llamado Deseo, que lleva el cuchillo entre los dientes para abordar el barco y hacer que cambien las velas que nos dirigen hacia los mares más profundos que nunca osamos, más allá de cualquier temor a lo inexplorado, más allá de cualquier expresión conocida de nosotros mismos que hayamos antes descubierto, más allá de cualquier concepto de Amor que antes hubiéramos sentido.

Algo así como si fuéramos peces a los que hubieran tirado una piedra en medio de nuestro lago, y las ondas nos hubieran sacudido de tal modo que nunca ya podremos quedarnos quietos donde estábamos, porque el estremecimiento ha sido tan fuerte que jamás volveremos a ser los mismos. Nunca ya estaremos seguros en el lago donde nos regocijábamos. Y habremos de salir afuera poco a poco, arriesgándonos a morir sin aire, como peces que olvidaran sus branquias de respirar bajo el agua, y hubieran de atreverse sí o sí, a salir a la tierra, dejarse a la voluntad del cielo, y tomar un aire nuevo que nos haga nacer pulmones, obra de nuestra creación divina, en los que el virus de la tristeza no pueda anidar ni ser inoculado en forma alguna.

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